Noticia20/11/2019

La esperanza de los pobres nunca se frustrará

+Manuel Sánchez Monge, Obispo de Santander

 

Estas palabras del salmo 9 con las que el papa Francisco titula su Mensaje para la III Jornada Mundial del Pobre gozan de una actualidad increíble. La fe en el Dios vivo y verdadero es la que puede devolver la esperanza a los pobres, perdida a causa de la injusticia, el sufrimiento y la precariedad de la vida.
Vivimos un momento de fuertes desequilibrios sociales: frente a un grupo grande de población instalada en la sociedad del bienestar, hay una minoría que vive en la marginación y exclusión social con mucha más intensidad que en épocas anteriores. También hoy existen numerosas formas de nuevas esclavitudes que afectan a hombres, mujeres, jóvenes y niños: familias que abandonan su tierra para poder subsistir, huérfanos explotados, jóvenes que no pueden realizarse profesionalmente, víctimas de la violencia, profundamente humilladas por las numerosas adicciones o por la prostitución, millones de inmigrantes víctimas de intereses ocultos a los que se les niega la solidaridad y la igualdad, marginados y sin hogar que deambulan por las calles de nuestras ciudades, a los que no se les perdona ni siquiera su pobreza.
En medio de todo este panorama trágico la Escritura santa nos ofrece una hermosa definición del pobre: el que «confía en el Señor» (cf. v. 11), porque tiene la certeza de que nunca será abandonado. ¿De dónde le nace esta certeza? De que él “conoce a su Señor”, y en el lenguaje bíblico este “conocer” implica una relación personal de afecto y amor. Es precisamente esta certeza de no ser nunca abandonado por el Señor, la que invita a la esperanza. Dios escucha, protege, defiende, redime, salva… a los pobres.
Jesús, por su parte, no tuvo miedo de identificarse con cada uno de ellos: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Huir de esta identificación equivale a falsificar el Evangelio y atenuar la revelación. «Bienaventurados los pobres» (Lc 6,20), proclama Jesús al comienzo del sermón de las bienaventuranzas. El sentido de este anuncio paradójico es que el Reino de Dios pertenece precisamente a los pobres, porque están en condiciones de recibirlo. Pasan los siglos, y la bienaventuranza evangélica parece cada vez más paradójica: los pobres son cada vez más pobres, y hoy día lo son aún más. Pero Jesús, que ha inaugurado su Reino poniendo en el centro a los pobres, nos ha confiado a nosotros, sus discípulos, la tarea de llevarlo adelante, asumiendo la responsabilidad de dar esperanza a los pobres. La promoción de los pobres, también en lo social, no es un compromiso externo al anuncio del Evangelio, por el contrario, pone de manifiesto el realismo de la fe cristiana y su validez histórica. El amor que da vida a la fe en Jesús no permite que sus discípulos se encierren en un individualismo asfixiante, escondido en la intimidad espiritual, sin ninguna influencia en la vida social. Por otra parte, la esperanza se comunica también a través de la consolación, que se realiza acompañando a los pobres no por un momento cargado de entusiasmo, sino con un compromiso que se prolonga en el tiempo. Los pobres obtienen una esperanza verdadera no cuando nos ven complacidos por haberles dado un poco de nuestro tiempo, sino cuando reconocen en nuestro sacrificio un acto de amor gratuito que no busca recompensa.
No olvidemos que, antes que nada, los pobres tienen necesidad de Dios, de su amor hecho visible gracias a personas santas que viven junto a ellos y que en la sencillez de su vida expresan y ponen de manifiesto la fuerza del amor cristiano. Dios se vale de muchos caminos y de instrumentos infinitos para llegar al corazón de las personas. Por supuesto, los pobres se acercan a nosotros también porque les distribuimos comida, pero lo que realmente necesitan va más allá del plato caliente o del bocadillo que les ofrecemos. Los pobres necesitan nuestras manos para reincorporarse, nuestros corazones para sentir de nuevo el calor del afecto, nuestra presencia para superar la soledad. Sencillamente, ellos necesitan amor. La condición que se pone a los discípulos del Señor Jesús, para ser evangelizadores coherentes, es sembrar signos tangibles de esperanza.
No olvidemos que a vivir todo esto nos impulsa la III Jornada Mundial del Pobre.
+Manuel Sánchez Monge,
Obispo de Santander