Análisis y reflexión06/07/2020

Diario de un Pastor ante el COVID-19, lunes 6 de julio de 2020

El grado de civilización de una sociedad frente a la barbarie se mide en cómo cuida y acompaña a sus moribundos y con que dignidad da sepultura a sus seres queridos. Si repasamos la historia de la antropología, veremos el decoro y la seriedad de los ritos funerarios que revelan el deber sagrado de enterrar a los muertos.

 
Un funeral agradecido

El grado de civilización de una sociedad frente a la barbarie se mide en cómo cuida y acompaña a sus moribundos y con que dignidad da sepultura a sus seres queridos. Si repasamos la historia de la antropología, veremos el decoro y la seriedad de los ritos funerarios que revelan el deber sagrado de enterrar a los muertos.

En pleno siglo XXI todo esto se ha visto vetado por la rigurosa normativa para hacer frente al inesperado Covid-19 y por la compleja e improvisada gestión que va: de no saber cuál es realmente el número de defunciones, hasta las situaciones de dramática soledad en las que han muerto muchas de las victimas del coronavirus. Aunque no han faltado los héroes de primera línea de esta pandemia, como son nuestros sanitarios y militares que, en la medida de sus posibilidades, han dignificado los últimos momentos de esa generación que tanto luchó por este país y que ahora se nos ha ido en el silencio más absoluto.

También es verdad que la sociedad española ha reclamado con insistencia a los poderes públicos, desde los primeros instantes, un homenaje a las víctimas y su merecido sufragio público, ya que las plegarias personales no les han faltado en todo el tiempo de confinamiento y en la desescalada. Ahora es el momento en que la Conferencia Episcopal, recogiendo el sentir de la Iglesia que camina en España y los deseos de hombres y mujeres de buena voluntad, ha organizado un solemne funeral por el eterno descanso de todos los difuntos de esta pandemia, por el consuelo de sus familiares y la pronta recuperación de los contagiados.

La actualidad cultural y social de occidente y de la misma España están marcadas por el nihilismo de la posmodernidad, para quién la muerte es un tabú y, engañándose a sí mismo, olvida que nacer es comenzar a morir, sintiendo el final de la existencia humana como el gran chasco de la vida. En cambio, el cristianismo pone en evidencia un programa de vida y verdad, no de vaciedad y de ocultación del tránsito de la condición terrena. De ahí que la fe en Cristo muerto y resucitado, “Dios de vivos y muertos”, experimenta, afirma y celebra de que el hombre ha sido creado no para la nada, sino para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre y que “es necesario que este cuerpo corruptible se revista de incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad” (1Cor 15,33).

La Liturgia cristiana no es excluyente y convoca a todos, a nadie obliga y sabe acoger a los que están en plena comunión y a aquellos que un día se fueron, pero que siempre tienen las puertas abiertas. Ruega a Dios por: los vivos y muertos, el fin de esta tragedia y las víctimas colaterales que se han quedado en el paro y en la pobreza. Por este espíritu universal e integrador de lo cristiano, el funeral en la Almudena no menoscaba la sana laicidad, ni afecta a los reconocimientos civiles e institucionales que los poderes públicos puedan organizar. Es más, lo que se trata no es de confundir, ni enfrentar credos e ideologías, sino de sumar entre todos y hacer ese gran reconocimiento histórico de las victimas de esta maldita plaga que a los inicios del tercer milenio ha puesto en jaque a toda la humanidad.