Análisis y reflexión28/03/2018

Nos amó hasta el extremo

Reflexión de nuestro delegado episcopal para Semana Santa y Pascua.

Cuando entramos en el pórtico del triduo pascual, dispuestos a celebrar el misterio central de nuestra fe -la muerte y resurrección del Señor-, la liturgia nos muestra dos gestos de Jesús realmente extraordinarios: Lava los pies a los apóstoles y luego nos deja el don de la Eucaristía, de su cuerpo entregado y de su sangre derramada. Dos gestos íntimamente unidos y que tienen una profunda relación por lo que significan en la vida de Jesús y para la nuestra.
Ambos gestos son expresión del amor de Jesús, un amor extraño, que no tiene ni pone límites. Juan dirá que “nos amó hasta el extremo” (Jn 13,1), y dice bien.

Nos amó hasta el extremo de hacerse siempre presente entre nosotros –el amor es presencia- en la pequeñez de un poco de pan y de unas gotas de vino. Hasta el extremo de actualizar en ellos la entrega total de su vida –y el amor es entrega- haciendo del pan el signo de su cuerpo entregado y del vino el signo de su sangre derramada. Hasta el extremo de dejarnos este alimento, este banquete –al amor hay que cuidarlo y alimentarlo- como alimento del amor en nuestra vida.

Nos amó hasta el extremo de lavar los pies, tarea de esclavos, humillándose delante de nosotros y haciendo de su vida un servicio –amar es servir- para que podamos recuperar nuestra libertad y dignidad.

Su amor llegará al extremo, sobre todo, dando su vida en la cruz por todos y cada uno de nosotros y diciendo: “Nadie ama más que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos”. Por otra parte, tiene algo más que decirnos y encomendarnos: “Haced esto en memoria mía”. Y hacer memoria no es solo recordar. Es actualizar, es hacer presente hoy el misterio de su vida permanentemente entregada por nosotros y permanentemente entregada en nosotros, cuando unidos a Jesús hacemos de nuestra vida una ofrenda en favor de los hermanos. Como decía Benedicto XVI, “celebrar la Eucaristía es unirnos al acto oblativo de Jesús”.

Por si nos cuesta entenderlo, después de lavar los pies añadirá Jesús: “Os he dado el ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros también vosotros lo hagáis”. Y es que la celebración de la Eucaristía es la celebración del Amor hecho servicio. Del amor de Dios a los hombres y del amor que estamos llamados a vivir en nuestro servicio cotidiano y humilde a los hermanos.

Estos gestos de Jesús son el testamento que nos deja antes de morir. Con ellos rubrica lo que significa para nosotros la entrega de su vida: Si queremos amar necesitamos descubrir que somos amados y hasta qué extremo nos ama Dios. Sólo podemos amar si hemos descubierto y experimentado el amor.
Por otra parte, nos hace memoria de que hay que cuidar el amor, hay que alimentarlo, cultivarlo, expresarlo. No dejéis enfriar el amor. Es muy fácil hablar de amor y prometer amor. Pero de nada sirve si no se hace presencia y compañía, vida entregada, mesa compartida, servicio al bien del otro, tiempo dedicado y sangre entregada por el otro. Por eso, hemos de estar muy atentos a los peligros que enfrían el amor.

El Papa Francisco nos ha advertido de algunos de esos peligros que nos rondan y enfrían el corazón. Nos alerta contra el encanto de la «ilusión del dinero», que hace a las personas «esclavas del lucro» o de «intereses mezquinos»; reflexiona sobre «cuantos viven pensando que se bastan a sí mismos y caen presa de la soledad y el desengaño».

El amor nos abre los ojos y el corazón a cuantos, además de la familia y los más próximos, claman ayuda a nuestro lado: Los ancianos que viven tristemente solos, los niños que pasan hambre, la gente de nuestro mundo rural olvidada de la administración y sin futuro, los migrantes y refugiados que arriesgan la vida en nuestro mares y fronteras, las víctimas de la trata de personas y de la violencia contra las mujeres, los jóvenes presas del pansexualismo inoculado, los pobres -primeros afectados por la explotación medioambiental- y todos aquellos que sufren la precariedad laboral.

En el horizonte de nuestra vida, lo descubramos o no, hay Alguien que nos amó hasta el extremo y nos dice: “Nadie ama más que el que da la vida” (Jn 15,13). Y yo la doy por vosotros. Que no se enfríe el amor en nuestro corazón. El corazón que vive da vida. Un corazón frío, que no vive ni comunica amor, aunque parezca que vive, es ya un corazón muerto. Al contrario, el Resucitado nos grita que el corazón que ama aunque parezca que muere, como el grano de trigo enterrado, renace y resucita.